
Por Jordi Botella de Maglia
En la keiko, en la práctica, no aprendemos a respirar para hacer aikidō. Sobre el tatami descubrimos que el aikidō es una forma de respirar con todo nuestro cuerpo, con todo nuestro ser.
Cuando Ōsensei hablaba de la kokyu ryoku, es decir, de la “fuerza respiratoria”, no se refería a una «fuerza» que se añade al movimiento, sino al movimiento que nace directamente de la respiración. No hay separación. La ki, la energía vital, no «fluye», la ki es ese fluir de la respiración que brota y se expande desde el hara hacia el universo.
El maestro Tsuda –Itsuo Tsuda– allá por los años 70 del siglo pasado, en París, comprendió algo esencial: el aikidō occidental se había enamorado de la forma externa –la geometría del movimiento, la belleza de la proyección– pero había perdido lo orgánico, lo vivo. Había perdido la respiración. Por eso su enseñanza es aparentemente simple, casi desconcertante: respirar. Solo respirar. Pero en esa simplicidad está todo. Porque cuando respiras de verdad, consciente, profundamente, desde el hara… el cuerpo se mueve solo. No necesitas «hacer» la técnica: la técnica emerge, natural, como el agua que fluye.
La respiración nos enseña a no oponer resistencia: no puedes forzar una inhalación ni retener indefinidamente una exhalación. Solo puedes acompañar el ritmo natural. Y ese es exactamente el principio del aikidō: no oponerse, no forzar, sino unirse dinámicamente con la energía que viene. Cuando un ataque llega, si tu respiración se corta, te tensas, te congelas. Pero si continúas respirando –profundo, tranquilo, desde el centro– el ataque ya no es una amenaza externa, sino parte de un mismo movimiento respiratorio. Inhalas y recibes, exhalas y guías. La aiki, la energía vital unificada dinámicamente, sucede en la respiración compartida.
Y esto mismo lo podemos ver en la buki keiko, en la práctica con armas, porque la bokutō o el jō no es un mero objeto que “manejas”, es más bien una prolongación de tu exhalación, de tu intención nacida en el hara. La espada corta en el exhalar, no desde el músculo.
El maestro Tsuda nos recuerda algo que el mundo moderno olvida constantemente: no somos nosotros quienes hacemos respirar al cuerpo, es la vida misma la que respira a través de nosotros. Y el aikidō, en su esencia más profunda, es rendirse a esa verdad: dejar que la vida nos mueva, que respire en nosotros, que nos una con el otro en ese ritmo primordial. Y eso, precisamente eso, es lo que convierte una técnica marcial en un camino espiritual.